domingo, 15 de abril de 2007

Siena



Cada tarde, cual homenaje a sus cumplidos esponsales,
La cóncava plaza recibe complacida la sutil entrega
Del ardoroso astro, encelando el curso de la torre coronada.


Dispersa y variopinta, la mocedad mariposea su lozanía
Como pichones que rimasen sus corros y gorjeos, ausentes
Al solemne son de campanas que apremian al rezo.


En tanto, la doble morada del vestigio divino exhibe su dorso,
Doblemente mortificado por el murmullo de ese fervor sin credo
Que despliega su liturgia de tangibles anhelos y ensueños.


Mas, al alzarse Sirio a su apogeo sobre poternas y almiares,
Diez sementales medirán en el anillo su galanura y presteza
Por la merced de custodiar en sus confines la virginal enseña.



Siena, Abril 2007


martes, 10 de abril de 2007

Reflexiones de Epicuro: “Vive oculto”






Siempre habremos de vestir 
nuestra última máscara,
apenas la que nos ponemos,
al abrir la puerta
y trasponer el umbral.

¿Quién podría sobrevivir
Al escarnio 
en carne viva? 
Vulnerable 
a las miradas 
Que nos inscriben, 
A la mano 
que nos sacude
Y a la palabra 
que nos esculpe.

Siempre llevamos
Nuestra última máscara,
Aunque hay una 
que las supera Y deja inermes
A los ávidos merodeadores
Y silencia 
Las lenguas más desatadas.

Sí, ya sabes cuál,
La invisibilidad que otorga
La suprema indiferencia.
¡
No hay otra mejor!
Que la transparencia
Que devuelve a los demás
Su propio reflejo.

Tras la inmolación de los simulacros,
Anida la renovación de los símbolos
Que nos componen.


¿Quién sabe del flujo que,
Bajo el asfalto, Riega 

la umbrosa chopera
Exaltando su orografía?

Ven, pues, a la feria, al juego 

Multicolor de los reflejos mundanos;
Caminemos frente a frente 

sin vernos; revolvamos una vez más 
las mercancías dispuestas 
bajo luminosas telas de arañas
Y cantemos las melodías de moda
Mientras recomponemos la figura.

Que yo no desespero, ni aguardo
Ningún eclipse extraordinario;
Día a día, ante mis ojos se despliega
Un espectáculo de anhelos; mascaradas 

De Narcisos extraños a su propio reflejo, 
sujetos del deseo, puro e ilimitado.

Mira, allá vamos,
Remedando distinción,
Pero ¿qué falta nos hace?
Si cuando alzo la mirada
Me ampara el mismo
Y siempre otro firmamento;
Y al bajarla,
Veo unos pies plantados
Sobre sus propias huellas. 






Madrid, 2007

domingo, 8 de abril de 2007

Léolo




"Porque sueño, yo no estoy loco"
Jean-Claude Lauzon, 1992.




Cada uno guarda en su infancia la impronta de un paraíso,
de un estar a salvo entre una floreciente confusión
de sensaciones sin nombre. Tal vez por ello,
siente que una suerte de destierro se abre 
al posarse sobre él la labor del tiempo.
Tras ese umbral, un mundo comienza; uno que forja,
en el yunque del dolor, a nuestros semejantes;
un mundo, en el que aprendemos a vivir bajo la sórdida señal
de la culpa, con la vaga sospecha de una caída que nos apremia.

¡Algo debimos haber hecho! Algo prohibido
que se alumbró tras un cálido anhelo de poderío,
o que nació del soberbio descuido que anida en la ignorancia. 

Tal fue, en efecto, nuestra iniciación,
un singular instante larvado en la conciencia;
de padres a hijos, de hijas que se hacen madres;
una condena que nos lega un repentino gesto de rabia
y el imborrable semblante de nuestra más reciente osadía. 

Y así, al descubrir que accedemos a un horizonte ya dispuesto,
nace el más íntimo desengaño, y lo más insignificante,
denuncia una extrañeza, tan propia, que el corazón se vuelve
hacia visiones y anhelos poblados de gestos ardientes
y fugaces placeres que, día a día, nos van encandilando.

¡Si aún supiéramos recrearnos! 
La salvación estaría a la mano;
bastaría con idear un horizonte hecho de luces, 
olores y de una soledad sonora; 
con un hogar en el que deberíamos
haber nacido, portadores de un nombre a nuestro gusto.
Si tan sólo alcanzase con poder renacer
tras el secreto que encierra el orden preciso
de las palabras y evocar los rastros dispersos
por la tersa piel de la memoria. 

Con todo, esos efímeros dones recién alumbrados,
son ya portadores de los vestigios de alguna falta,
pues devienen otro modo de fatalidad; así ocurre
con las palabras, pues morimos tras de ellas,
encelados por las sombras que iluminan,
atravesados por el deseo que irradian.
¡Palabras y deseos! Y una pasión irrefrenable
por nombrar, con tal de no dar término al sueño;
con tal de no aventurarnos y ver nuestra audacia
pervertida en el curso de la indolencia cotidiana.

Un deseo de palabras
que es ya temor de realidad;
anhelo de una vida
en la que alienta ya la muerte.
Y aunque algún día nos buscásemos
entre papeles y retratos,
nos asaltaría, de nuevo, la extrañeza,
y nos desviviríamos por recomponer
esa efímera coherencia
de la que está malhecha
nuestra imagen en el espejo. 

Y, pese a todo, la ocasión, el retrato, 
la carta o el reloj sin esfera, revelaría el escenario
de un olvidado sueño que aún añoramos.
Pues la tierra ignora esta voluntad nuestra
por persistir y se nutre de los restos desperdigados
por los márgenes de nuestra existencia; 
la tierra no guarda memoria, 
sino que se desprende,
como muda de sierpe,
de los instantes, una vez consumados. 

¡Debemos, pues, aprender a morir! 

Debemos ensayar a vivir nuestra propia muerte,
No sólo una, multitud de veces. Pero ¿cuál?
¿Cuál es nuestra muerte? ¿Cuál es la forma
en la que seremos inmolados? En el caso
de que no podamos llegar hacer de un sueño
nuestro modo de vida, o de que no logremos yacer
junto a la belleza que ha alumbrado este mundo.



Cine y Tragedia: Léolo
XXXVI
Congreso de Jóvenes filósofos.
Madrid, 1999-2017




Homenaje, Agustín Vento Villate (1962-2024)

  Miro la sedosa nube deshilachandose en el horizonte.  Toco la nube. Miro  al tronco nudoso remedar la traza de un cuerpo. Al tronco me uno...