domingo, 8 de abril de 2007

Léolo




"Porque sueño, yo no estoy loco"
Jean-Claude Lauzon, 1992.




Cada uno guarda en su infancia la impronta de un paraíso,
de un estar a salvo entre una floreciente confusión
de sensaciones sin nombre. Tal vez por ello,
siente que una suerte de destierro se abre 
al posarse sobre él la labor del tiempo.
Tras ese umbral, un mundo comienza; uno que forja,
en el yunque del dolor, a nuestros semejantes;
un mundo, en el que aprendemos a vivir bajo la sórdida señal
de la culpa, con la vaga sospecha de una caída que nos apremia.

¡Algo debimos haber hecho! Algo prohibido
que se alumbró tras un cálido anhelo de poderío,
o que nació del soberbio descuido que anida en la ignorancia. 

Tal fue, en efecto, nuestra iniciación,
un singular instante larvado en la conciencia;
de padres a hijos, de hijas que se hacen madres;
una condena que nos lega un repentino gesto de rabia
y el imborrable semblante de nuestra más reciente osadía. 

Y así, al descubrir que accedemos a un horizonte ya dispuesto,
nace el más íntimo desengaño, y lo más insignificante,
denuncia una extrañeza, tan propia, que el corazón se vuelve
hacia visiones y anhelos poblados de gestos ardientes
y fugaces placeres que, día a día, nos van encandilando.

¡Si aún supiéramos recrearnos! 
La salvación estaría a la mano;
bastaría con idear un horizonte hecho de luces, 
olores y de una soledad sonora; 
con un hogar en el que deberíamos
haber nacido, portadores de un nombre a nuestro gusto.
Si tan sólo alcanzase con poder renacer
tras el secreto que encierra el orden preciso
de las palabras y evocar los rastros dispersos
por la tersa piel de la memoria. 

Con todo, esos efímeros dones recién alumbrados,
son ya portadores de los vestigios de alguna falta,
pues devienen otro modo de fatalidad; así ocurre
con las palabras, pues morimos tras de ellas,
encelados por las sombras que iluminan,
atravesados por el deseo que irradian.
¡Palabras y deseos! Y una pasión irrefrenable
por nombrar, con tal de no dar término al sueño;
con tal de no aventurarnos y ver nuestra audacia
pervertida en el curso de la indolencia cotidiana.

Un deseo de palabras
que es ya temor de realidad;
anhelo de una vida
en la que alienta ya la muerte.
Y aunque algún día nos buscásemos
entre papeles y retratos,
nos asaltaría, de nuevo, la extrañeza,
y nos desviviríamos por recomponer
esa efímera coherencia
de la que está malhecha
nuestra imagen en el espejo. 

Y, pese a todo, la ocasión, el retrato, 
la carta o el reloj sin esfera, revelaría el escenario
de un olvidado sueño que aún añoramos.
Pues la tierra ignora esta voluntad nuestra
por persistir y se nutre de los restos desperdigados
por los márgenes de nuestra existencia; 
la tierra no guarda memoria, 
sino que se desprende,
como muda de sierpe,
de los instantes, una vez consumados. 

¡Debemos, pues, aprender a morir! 

Debemos ensayar a vivir nuestra propia muerte,
No sólo una, multitud de veces. Pero ¿cuál?
¿Cuál es nuestra muerte? ¿Cuál es la forma
en la que seremos inmolados? En el caso
de que no podamos llegar hacer de un sueño
nuestro modo de vida, o de que no logremos yacer
junto a la belleza que ha alumbrado este mundo.



Cine y Tragedia: Léolo
XXXVI
Congreso de Jóvenes filósofos.
Madrid, 1999-2017




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