"Porque sueño, yo no estoy loco"
Jean-Claude Lauzon, 1992.
la impronta de un paraíso;
de un lugar protegido,
en una floreciente confusión
de sensaciones sin nombre.
que una suerte de exilio
se dispone ante tí
al sentir la labor del tiempo.
Tras ese umbral, un mundo comienza.
¡Algo debimos haber hecho!
Algo prohibido que se alumbró
tras un
cálido anhelo de poderío,
o que nació del soberbio
descuido
que anida en la ignorancia.
Tal fue, en efecto, nuestra iniciación.
Un singular instante
larvado
en la conciencia;
de padres a hijos, de
hijas
que se hacen madres.
Una condena que nos lega
un repentino gesto de rabia
y el imborrable semblante
de nuestra más reciente osadía.
Y así, al descubrir que accedemos
a un horizonte ya dispuesto,
emerge el más íntimo
desengaño,
por el que, hasta lo más insignificante,
denuncia una extrañeza, tan
propia,
que el corazón se vuelve
hacia visiones y anhelos
poblados de gestos ardientes
y fugaces placeres que, día
a día,
nos van encandilando.
Tal vez la salvación estuviera a la mano!
poblado por reflejos, olores
y una soledad compartida.
Allá deberíamos haber nacido,
tras el secreto que encierra
el orden preciso de las palabras
que nos permitieran evocar
los rastros dispersos
por la tersa piel de la memoria.
Con todo, esos efímeros
dones
recién alumbrados, son ya portadores
del vestigio de alguna falta,
pues devienen otro modo
de fatalidad.
pues penamos tras ellas,
encelados por las brillos
que iluminan, atravesados
por el deseo que irradian.
¡Palabras y deseos!
Y una
pasión irrefrenable
por nombrar, con tal
de
no dar término al sueño,
con tal de no
aventurarnos
y ver nuestra audacia pervertida
en el curso de
la indolencia cotidiana.
Un deseo de palabras
que es ya temor de
realidad,
anhelo de una vida
en la que alienta ya la
muerte.
nos buscásemos
entre papeles y retratos,
nos asaltaría, la extrañeza
y nos desviviríamos
esa efímera coherencia
de la que está malhecha
nuestra imagen en el espejo.
en cada ocasión,
el retrato, la carta
o el reloj sin esfera,
revelaría el escenario
de un olvidado sueño
que aún añoramos.
Pues la tierra ignora
esta
voluntad nuestra
por persistir y se nutre
de los restos desperdigados
por los márgenes
de
nuestra existencia.
la tierra no guarda memoria,
sino
que se desprende,
como muda de sierpe,
de los instantes,
una vez
consumados.
¡Debemos, pues, aprender a morir!
Debemos ensayar a vivir
nuestra
propia muerte.
No sólo una, multitud de veces.
Pero ¿cuál? ¿Cuál es nuestra muerte?
¿Cuál
es la forma en la que seremos
inmolados
en el caso de que no podamos hacer de un sueño
nuestro modo de vida, o de
que no logremos
yacer junto a la belleza que ha
alumbrado este mundo?
XXXVI Congreso de Jóvenes filósofos.
Madrid, 1999-2017