sábado, 14 de agosto de 2010

La trocha de Bali




Nace al borde mismo 
del camino vecinal
que prolonga de cemento 
la barriada, hasta las casas 
que, en caótica variedad, 
se asoman de tapadillo a la rambla. 


Al inicio, un recodo
y el invisible presentimiento
del polvo que cubre, apenas, 
un hilillo de cardos tronchados 
en su cáliz de doradas espinas, 
entre secos abrojos y palmitos. 


Mas, a poco que se adentren
los pasos en la liviana trocha, 
las casas desaparecen y se abre, 
a la altura de los cañaverales, 
ya junto al muro, unas lindes 
ribeteadas de tuna chumbera 
que deberán contener las avenidas 
de los aguaceros invernales. 


Y todo parece sencillo: la atención 
en el clareo y el agreste pedregal, 
floreado de rodales de hierva y poleo; 
el calor húmedo que te acoge, 
antes de abrirse, casi romperse, 
contra unos setos de aligustres 
plateados, frente a la alta duna. 


Y, entonces, una abismal extensión 
de turquesa peinada de espumas, 
fugaces y livianas, como sonrisas 
de niños recién surgidos 
de entre los sueños: un cerco de marfil, 
luminoso entre los cantos rodados 
que se desparraman, apagados y cansinos, 
animándome como cantiñas y tanguillos 
¡avante claro! contra el abrazo del levante 
hasta la escurrida rompiente de la vida. 




Bolonia, Tarifa en Agosto de 2010

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