Nace al borde mismo
del camino vecinal
que prolonga de cemento
la barriada, hasta las casas
que, en caótica variedad,
se asoman de tapadillo a la rambla.
Al inicio, un recodo
y el invisible presentimiento
del polvo que cubre, apenas,
un hilillo de cardos tronchados
en su cáliz de doradas espinas,
entre secos abrojos y palmitos.
Mas, a poco que se adentren
los pasos en la liviana trocha,
las casas desaparecen y se abre,
a la altura de los cañaverales,
ya junto al muro, unas lindes
ribeteadas de tuna chumbera
que deberán contener las avenidas
de los aguaceros invernales.
Y todo parece sencillo: la atención
en el clareo y el agreste pedregal,
floreado de rodales de hierva y poleo;
el calor húmedo que te acoge,
antes de abrirse, casi romperse,
contra unos setos de aligustres
plateados, frente a la alta duna.
Y, entonces, una abismal extensión
de turquesa peinada de espumas,
fugaces y livianas, como sonrisas
de niños recién surgidos
de entre los sueños: un cerco de marfil,
luminoso entre los cantos rodados
que se desparraman, apagados y cansinos,
animándome como cantiñas y tanguillos
¡avante claro! contra el abrazo del levante
hasta la escurrida rompiente de la vida.
Bolonia, Tarifa en Agosto de 2010
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