No había silencio
en el poblado,
tan sólo pausas
entre la constante
algarabía
de la espesura.
Pero, he aquí
que una mañana,
un leñador,
ansiando algo
con qué aliviar
su rutinaria labor,
prestó oídos
a los golpes de su pecho
y fue marcando
con ese pulso,
el ritmo pausado
entre golpe y golpe.
Y en la choza cercana,
un niño descabezó
por fin el sueño
sobre un resonante lecho
de tajos acompasados,
mientras su madre
le tejía su sonrisa.
Y el trasnochador
que la observaba,
acodando su melancolía
al pilar de la puerta, cantó
de las engalanadas muchachas
regresando del río en la mañana;
de los atareados hombres
riendo junto al fuego;
de la frágil esposa
con el hatillo a la espalda.
Y cada uno tuvo una estrofa
a su propio quehacer ajustado,
y cada cual se demoraba
para mejor reconocerse en el canto
El encorvado abuelo
cargando el haz de leña,
los vocingleros zagales
con el mono saltarín,
las soñadoras jovencitas
que lanzaban la taba.
Sólo un grupo de las mujeres
seguía con su molienda,
ajenas al portento
que alumbrase aquel día.
Pero a cada golpe
el pesado mortero
pasaba de mano en mano,
punteando el nuevo son
con un vaivén de hojas de palma
ceñidas a las caderas,
al tiempo que un rumor de jaguar
les nacía en en el pecho,
como una hamaca
mecida por el goce.
Y así,
todos los corazones
acariciaron el aire.
Cantoblanco, 2007-2008
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